LOS PIES SOBRE LA TIERRA

 

I

Es triste al corazón saberse solo.

Yo anduve acompañado un largo trecho

y creí eternizada junto al pecho

la lumbrera intocable. Pero el dolo

 

que acercó hasta mis ojos la obsecante

morbidez de su máscara distrajo

mi lograda quietud. Vínose abajo,

de un golpe, la ebriedad y, avasallante,

 

se impuso la penumbra. Di al estudio

de insólitas verdades que repudio

lo mejor de mi edad. Vendí quimeras.

 

Le supuse a la mar el agua ingente,

y fue preciso atravesar un puente

para que tú, de pronto, aparecieras.

 

II

El triunfo no es gratuito. ¿Quien lo duda?

¿Quién logra sustraerse a la mordida

con que suele ofrecércenos la vida

para esta ingravidez que nos desnuda?

 

No siempre descubrimos, cuando exuda

el cuerpo su dolor, la bendecida

mano que hacia una dársena convida

y a limpiarnos el alma nos ayuda.

 

Yo conseguí escapar -tuve la suerte-

quizás porque asediado por la muerte

cuyo aliento escuchamos, conservaba,

 

como el príncipe lúcido y obseso,

en algún sitio de mi asombro el beso

que la Bella Durmiente precisaba.

 

III

Tú eras el horizonte. No advenías

con viento favorable a mi tristeza

y encontré, sin embargo, en la limpieza

de tu voz melancólicas bahías.

 

Más que brindarte al llanto, preferías

escanciar en mi oído la tibieza

de un sueño que apostaba su entereza

contra la soledad que padecías.

 

Increpando el orgullo del oleaje,

yo abandoné mi sórdido equipaje

y, juntos, perpetuamos el encuentro

 

para que descendiera otro querube.

Es que a la eternidad sólo se sube

si uno aprende a buscarla desde adentro.

 

IV

Si un día, con mis ojos en tus ojos,

yo te descubro, en lo que piensas, triste,

no aceptaré que, ajenos a su alpiste,

se ofrezcan a la sed tus labios rojos.

 

Hay minutos que duelen, hay  enojos

que nos pueden herir; pero si existe

la confianza en el ánimo, resiste

su escudo la intención de los abrojos.

 

El tiempo en sus relojes nos encierra

como siervos sumisos. En la guerra

sobreviven los restos de lo humano.

 

La tristeza que a sorbos nos derriba

sólo ha de ser hermosa cuando exhiba

una lámpara enhiesta en cada mano.

 

V

Subo desde un abismo indubitable

hasta la cima dulce de tu abrazo,

y recobro, al subir, cada pedazo

de lo que imaginé irrecuperable.

 

Luciérnaga en mis noches y culpable

de que amanezca niño en tu regazo,

me induces a tomar, ceñido el brazo,

la ruta que juzgaba intransitable.

 

Retroceden, hendidas, las tinieblas

que me soñaron huérfano. Tú pueblas,

como una fuente límpida, el silencio.

 

No prospera la sombra donde habitas,

ennobleces mi edad y precipitas

en su voz el color que reverencio.

 

VI

Dándose a la esbeltez que lo provoca,

a su intrépida luz, a la pelea

cuya inefable conclusión desea,

el amor, cuando es breve, se equivoca.

 

Si escapa felizmente de la roca

sostenida en su espalda, saborea

la efímera conquista sin que vea

cómo la prisa su verdad trastoca.

 

Se impone meditar, subir despacio

la escalinata inmensa del palacio,

y que allí, abierta el alma, disfrutemos

 

de su larga emoción. Un buen orfebre

no admitirá que nadie le celebre

la copa mientras no la eternicemos.

 

VII

Algo se desmorona. Tú has llegado

para que nunca el llanto nos aflija

y un monumento a tu nobleza erija

el latido que estrenas a tu lado.

 

¿Qué pecho alguna vez condecorado

por esa cruz que al hombre desvalija,

osaría negarse a la cobija

que su casta quietud nos ha brindado?

 

Tú deseas vivir. Yo, resurrecto,

me incorporo a tus ansias. El trayecto

hacia el jardín donde la paz deslumbra

 

lastima con sus trampas. Y es preciso

no descuidar el cauteloso aviso

de la sed que los pasos nos alumbra.

 

VIII

Hay bonanza en la luz con que hoy medito.

Luego de andar tentando lo inasible,

aprendo que existir no es imposible

porque a la sombra de tu voz transito.

 

Sólo quien hace de su aliento un grito

vislumbra, vulnerando la terrible

procesión de sus penas, un posible

roce con el vedado manuscrito.

 

No es suficiente imaginar que olvida

la noche su aridez cuando la vida

sobre un lecho sin lágrimas reposa.

 

Más que la gloria incierta del convite,

importa la unidad que nos invite

a las exequias del dolor, esposa.

 

IX

¿Qué será de nosotros cuando clame

la nieve insobornable de los años,

y a vagar en patéticos rebaños

la oscuridad, hierática, nos llama?

 

Mientras la dicha cuyo acento inflame

desdeñe los capítulos extraños,

no importa que a sus límites huraños

la inequidad de un gesto nos reclame.

 

Si algo te trajo a mí para saberte,

la presunción inútil de la muerte

no podrá conseguir que se nos abra

 

bajo los pies el mundo. Yo confío

en que habrá de quedar, frente al vacío,

perpetuado el amor en la palabra.

 

X

¿De qué sirve ocultar que ayer sufría?

La honestidad me ocupa. No pretendo

solaparme a las fauces del estruendo

que se dispuso a condenar la vía.

 

Si, atado a la retama, sumergía

mi verbo en la mudez, ahora comprendo

que restarle a la piel cada remiendo

no supone un rechazo a la porfía.

 

Me apresto a caminar. El calendario

adelgaza, mujer, y es necesario

que tu cuerpo a mi senda se acostumbre.

 

No siempre un espejismo nos engaña:

uno sabe que existe la montaña

y anhela, como Sísifo, la cumbre.

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Jueves, Marzo 17, 2011 - 21:05

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