LÁGRIMAS EN LA MUERTE

Eran mis primeros tiempos en la medicina y yo hacía mi primer año de residencia en la especialidad de clínica médica.
Desayuné frugalmente, como todos los días, sin imaginar siquiera que ese día sería diferente. Me dirigí al Hospital en mi Citroën que se balanceaba por las calles de Córdoba sin demasiado apuro pues iba con tiempo y mis pulmones se hinchaban con el frío aire de ese invierno cordobés lo que era para mí una sensación agradable.
El hospital me recibió esa mañana con ese olor a hospital penetrante e incoloro. Guardapolvos blancos iban y venían entre la gente que ya se agolpaba con sus males a cuestas para ser atendida. Todo era rutinario y habitual, pero ese día sería diferente. El cambio de guardia me esperaba con novedades que me lastimaron: un adolescente casi niño estaba grave y tocaba mi ser arrugando mi entrecejo en lo profundo.
Una banal operación, que sólo era eso, una simple operación de la garganta que ni siquiera requiriera como otras dormir al paciente en la anestesia, se había complicado me dijeron, y la anoxia hirió su encéfalo tan joven hasta dejarlo dormido y quieto.
No había en él reflejo alguno y no respondía siquiera al más fuerte estímulo aplicado. En el electroencefalograma las ondas del cerebro eran planas y dolían al conocerse su letal significado. Era la muerte cerebral tan temida y la angustia dolorosa y cierta se sentía en el ambiente.
Y pasaban las horas y los días y todo era desesperanza en un paciente que sólo respiraba
por ese frío ciclar respiratorio mecánico que lo unía a la vida, que no era vida pues era ya casi la muerte.
Estaba todo muerto ya, estaba allí perdido. Un inerte ser, casi un niño, nada mostraba de vida y su conciencia se negaba a todo lo que ocurría en su entorno.
Pero llegaba su madre y ocurría lo asombroso. Todas las mañanas puntualmente arrimaba una pesada silla metálica y sentándose a su lado tomaba su mano y le decía: "hijo, mi amor, sabes que te amo…", mientras besaba su frente.
Y entonces, ocurría lo que era inesperado: ese niño, que no respondía a ningún estímulo, dejaba que de sus ojos cerrados dos gruesas lágrimas brotaran y se deslizaran por sus mejillas sin que nada más se moviera de su cuerpo y corrían por su cara hasta mojar las manos de su madre.

Y llegando lejos sus lágrimas mojaban también mis ojos que se creían acostumbrados.
Mis ojos, que hoy dan fe de lo que vieron.

De mi libro “De cuentos y de poemas”.2015  ISBN  978-987-1977-72-7

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Sábado, Junio 24, 2017 - 10:07

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