NUEVA JAURÍA

 

Casi al mismo tiempo que se elevaba sobre la loma un destello de plata brilló en los ojos del animal. La luna se hinchó como un globo iluminando cada resquicio dormido del bosque y el lobo se detuvo, deslumbrado por su belleza, dispuesto a ofrendar el ritual de su reconocimiento con un aullido largo y sentido. El enorme disco de luz se agrandó en el cielo inaugurando el reino nuevo para los habitantes del bosque, comenzaba un tiempo al que despertar, que no podían desperdiciar si querían sobrevivir a su regreso. Los más avezados ya se habían ocultado en los refugios preparados de antemano, la ley del bosque imponía así sus implacables reglas, les iba la vida en ello. A su aullido le siguió otro y otro, distintos, surgieron de la espesura, de sus sombras ahuyentadas, ávidos por descubrir el mundo oculto que la noche nunca les mostraba. Curiosos, recelosos, pues ni siquiera los más temerarios dormirían en ese breve espacio crucial. Los más veteranos sabían -sus cicatrices así se lo habían demostrado- que el desafío consistía ahora en vencer al descanso, por eso se cuidaban mucho de mantener su prestigio dentro del grupo, reunían a la manada en torno a las hembras, sólo ellas eran capaces de apaciguar las tentativas agresivas de los jóvenes. Se iniciaba el tiempo de la caza sin tregua, todo lo que conquistasen ahora serviría para ganar la batalla al invierno, no podían dejar escapar ninguna oportunidad, así que organizados en reducidos grupos se alternaban en dar batidas regulares por la zona. Toda pieza cobrada era recibida en la guarida como un premio que ensalzaba al cazador con honores de padre y jefe. Sin embargo él era un macho solitario, erraba por el monte en busca de una familia que no acababa de encontrar, rastreaba cada palmo de hojarasca con el mismo ansia que luego, ante el fracaso, se tornaba en desconsuelo. Además, debía andar alerta para no toparse con aquellas batidas de congéneres que no escatimarían en destrozarle sólo por adornarse de gloria. En alguna ocasión, sobre todo cuando la nieve les robaba el cálido cobijo de la tierra, había descendido al valle, a la aventura de aquellos otros seres a los que todos temían... Desde luego que se trataba siempre de una medida de urgencia, el último recurso antes que sucumbir al terror del hambre. Había contemplado a sus hermanos morir entre horribles estertores por haberse apoderado de lo que semejaban para ellos unas suculentas presas, atrapados también en garras de fiero metal de las que resultaba imposible zafarse. Se había ido quedando solo así, pero había aprendido a observar la muerte, la de su manada y la que le aguardaba si daba un paso en falso. En las noches sucesivas el imperio de la luna fue declinando su fulgor mientras aumentaba con creces la necesidad de llevarse algo a la boca. Se preocupó en esquivar la ruta de los otros depredadores, con las fuerzas mermadas tampoco podía arriesgarse en enfrentar a sus competidores, se conformaba con subsistir al menos hasta que la gran diosa blanca cesara de iluminar la noche, entonces le sería más fácil procurarse alimento aunque fuera en pequeñas cantidades. Descendía del risco cuando se asomó al claro del bosque, al otro lado halló el motivo que atrajo su curiosidad... Una joven loba amamantaba a tres de sus cachorros. Era consciente del peligro que aquella situación implicaba, pero la hembra permanecía indiferente, tumbada, dedicada por entera a los lobeznos. Tal vez lo adivinó, pero en cuanto la loba giró la cabeza de reojo hacia él supo que se había metido en serios problemas... El duro pelaje azabache se erizó en su lomo arqueado. Enseguida distinguió los ojos fieros escondidos en la maleza, en cada hueco de entre los árboles, que espiaban acechantes. De un brusco giro sobre sus cuartos traseros emprendió veloz carrera por donde había venido, no había tiempo que perder. Podía sentir el aliento amenazante de las fauces de sus perseguidores. La huída se prolongó en exceso, sobre todo porque no pudo disminuir el ritmo ni cuando ya dejó de escuchar la jauría tras de sí. Casi agradeció que la diosa blanca hubiese quedado reducida a un fino hilo de luz, estaba exhausto y se había alejado demasiado. Abajo, distinguió algunas de las humaredas que ascendían al cielo y las luces tintineantes de la población, casi podía percibir el calor... Se adentró en las calles con cautela, al amparo de las sombras olfateó puertas y rincones hasta encontrar el establo entreabierto. Con sigilo subió los peldaños que llevaban a la estancia vacía. Allí, olisqueó entre las cazuelas y enseres e, inquieto, se tendió en el suelo, a lo largo, junto al lecho... Los primeros temblores sacudieron todo su cuerpo, intermitentes al principio, luego espasmódicos y continuados, de una brutalidad desgarradora. Sabía que llegaba el momento, que había que pasar por aquello, era inevitable atravesar el trance doloroso... Al crujir de las articulaciones se dilataron los músculos, deformándose, transgrediendo la naturaleza para adaptar su molde caprichoso a un insospechado destino. Todo el cuerpo se contorsionó, la columna se vertebraba y el cráneo ensanchó su capacidad para encajar la mandíbula en su espacio anterior. Luego, el áspero pelaje oscuro se absorbió en cada poro. Era inútil rugir o gritar, imposible articular palabra... La consciencia perdida, por fin emergió de su letargo ancestral y con el alba, poco a poco, despertaba a la forma humana. Los primeros sonidos que oyó fueron las voces de los hombres, procedían de la calle... Afuera había un gran tumulto, alguien había visto la figura de un enorme lobo pulular por el poblado. Uno de los granjeros anunció la desaparición de dos de sus corderos, habían atacado su corral y arengaba al resto para acabar con la bestia. Asomado a la ventana, todavía semiaturdido, contemplaba el ajetreo de la multitud mientras se organizaban en grupos para batir el monte. Uno de los aldeanos miró arriba, parecía reconocerle: -¿Vas a quedarte ahí...? -...Déjale, ¡es un raro! -murmuró otro haciéndole desistir mientras ambos se unían a la batida. Desde dentro de la habitación, ahora en silencio, observó partir al grupo de cazadores en dirección al bosque mientras enarbolaban las armas y vociferaban... No, no le gustaría estar en el pellejo de ese animal, pensó.

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Viernes, Mayo 13, 2011 - 16:52

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