Un domingo en el norte

Un buen día, bajo el hiriente calor del verano, caminaba yo muy alegre por las calles del centro de Monterrey. Me dirigía a la Macroplaza, buscando la frescura del verde césped y la serenidad que siempre ofrecen las mañanas. Al pasar por el parque donde se reúnen los viejitos a bailar danzón, observé, a corta distancia, varios puestos de lona donde algunas empresas ofrecían trabajo a jóvenes como yo. No iba elegantemente vestido, pero como el sol brillaba eufórico y el cielo era de un azul fulgurante, me tomé la libertad de encaminar mis pasos hacia el primero de los tenderetes, mientras canturreaba por lo bajo, una tonadilla popular.

Tras una mesa plegable, resguardada bajo la sombra del toldo, había una atractiva joven sentada. Su tez morena y hermosos ojos, llenos de un brillo deslumbrante, me parecieron los más bellos del mundo. Generoso era su busto y radiante su sonrisa. Me acerqué con adolescente timidez y comencé a ojear uno de los panfletos publicitarios que allí ofrecían. Sin poder disimular el rubor que, bajo tales circunstancias, envuelve a los efebos como yo, me atreví a preguntarle sobre los requisitos básicos necesarios para participar en el proceso de selección de candidatos. La mujer me escudriñó de arriba abajo sin mostrar alguna señal de pudor. Se levantó de la silla sobre la que descansaba y, caminando hacia mí, comenzó a explicarme, a la manera de quien ha estudiado bien la lección, la historia de la empresa desde su fundación. Yo no escuchaba nada. Toda la atención se había dirigido, involuntariamente, hacia el sublime cuerpo que tenía frente a mí. La minifalda dejaba ver unas hermosas piernas como pocas había visto en la vida, mismas que finalizaban en unos zapatos de tacón de aguja, sugiriendo sensualidad y excitación a un tiempo. Las curvas de sus caderas eran perfectas autopistas que invitaban a la lujuria, en tanto que la tersa y bronceada piel, resaltaba enormemente su belleza, dejando a la imaginación, lo justo para la íntima ensoñación pubescente.

Se dio cuenta enseguida la muchacha del estado de estupefacción en el que me encontraba, el cual, no pareció desconcertarla.  Inclinándose ligeramente, comenzó a hacer señales con la mano frente a mis ojos. Cuando desperté de nuevo a la lucidez del momento, no pude evitar acercarme y darle un inocente beso en la mejilla. Ella no pareció sorprendida, sino que lo aceptó sonriente y se sintió dichosa. Tal vez complacida. Comencé entonces a proferir elegantes palabras en señal de directo galanteo; juego del que, asombrosamente, fui bien correspondido.

―Pareces un muchacho muy simpático―, dijo la mujer con total naturalidad ―y muy guapo, por cierto.

―Gracias, señorita― dije yo sin atreverme a utilizar el tuteo ―Me temo que para belleza, la suya. Disculpe usted mi atrevimiento, pero su atractivo despide tal magnificencia, que ofusca plenamente mi sentido de la realidad.

La mujer se ruborizó. Obviamente, en su círculo habitual, no existía un vocabulario que expresara lo sublime, de una forma tan educada y lisonjera. Tampoco era acostumbrado, que un joven mozalbete como yo, exteriorizara su sentir con intenso talante.

―Eres un poco impulsivo, pero me gusta que los hombres sean así, decididos ―dijo con una risita coqueta.

―Le pido disculpas por mi atrevimiento. A veces son tan crueles los impulsos, que cuesta mantener la compostura. Espero que no se haya enojado usted conmigo, señorita. No quisiera yo, perecerle irrespetuoso.

―No, no te preocupes, joven galán. Me siento alagada de que un niño tan guapo y educado como tú, me haya hecho sentir tan especial. Pero dime ¿cuántos años tienes?

―Diecisiete cumpliré el mes que viene ―contesté.

―Vaya, todo un hombrecito ―dijo ― Casi la edad de mi hijo.

Más que estupefacción, sentí dolor, al escuchar semejante declaración de honestidad. Estaba afligido y sorprendido a la vez. La despampanante belleza que me deleitaba, no correspondía con la edad de mi progenitora, visiblemente más envejecida que el extraordinario monumento de mujer que tenía frente a mis ojos. Pero al fijar la vista sobre el cuello de la fémina, comenzaron a disiparse las nubes y a aclararse el cielo. Esto fue lo que le contesté:

―Una vez más, debo disculparme por mi descontrolado atrevimiento, señora. Nunca pasó por mi imaginación que fuera usted una mujer desposada y mucho menos la respetable madre de un vástago que me supera en edad, como bien ha dicho. Ha de comprender usted, que la exultante belleza y aparente juventud que rezuma, puede llevar a la confusión a más de un caballero con buenas intenciones, como bien ha podido comprobar, lo cual puede resultar del todo reconfortante para su egocéntrica personalidad, pero inquietante y descorazonador para quien intente conquistarla. Estoy convencido de que ha sido usted sometida a una o varias operaciones de rejuvenecimiento, pues salta a la vista que una mujer con un hijo que me supera en edad, no podría de otra forma, conservar un cuerpo como el que usted presume. Probablemente, todo esto sea producto de la vanidad femenina y del subrepticio anhelo de negarse a la vejez, cuestión ésta, por demás, inútil e irracional. Temo que de tan estirada que tiene usted la piel, sufra del lógico y conocido problema de apertura. Esto es, estoy casi seguro de que cuando usted cierra los ojos, irremediablemente se le abre el culo. No obstante, como causa menor del problema y como omisión durante mi examen visual inicial, he de aconsejarle que se restire también la piel del gollete, pues bien mirado, es ahí donde el buen observador se dará cuenta del fraude al que ha lugar. Me ha dado mucho gusto conocerla, más debo confesarle, si me lo permite, que no está su servidor en la grata disposición de solazar con la visión de un fósil viviente del pleistoceno, pues todavía caminan por el mundo, jóvenes y hermosas muchachas de mi edad, que no dudarían en sucumbir ante la buena educación, la caballerosidad que me caracteriza y la galantería de que soy capaz. Por descontado queda, que yo jamás miento sobre mi edad y no es necesario aplicarme la prueba del carbono 14 para corroborar mi fecha aproximada de nacimiento.

La bella mujer, visiblemente anonadada, alcanzó a articular la siguiente frase:

― ¡Anda a la mierda, piche escuincle cabrón!

Y así me marché, lleno de alegría y de confianza, saltando aquí y allá. Al llegar a la fuente de Neptuno, cambié mi rumbo hacia el área de césped más cercana y me tumbé sobre la hierba, mirando plácidamente al cielo, donde los zopilotes volaban tan alto y tan rápido que parecían golondrinas. Tuve un último pensamiento insano sobre la mujer que había conocido y, antes de olvidarla para siempre, sonreí alegremente, satisfecho de mi sensata actuación. Desde la posición en la que me encontraba, la ciudad de Monterrey lucía hermosa y auténtica.

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Viernes, Noviembre 11, 2011 - 04:22

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