CAMINO DE TREN

En la estación principal,
de Santiago de aquellos días,
miraba envelecido,
el vapor que despedía
una máquina de acero.

Vi montada sobre líneas,
paralelas al destino,
un tren de pasajeros
que una tarde de febrero,
cambiaría mis caminos.

Y me presumí valiente
y partí yo a conquistar
más allá, de esas líneas
el corazón de otra vida,
montado en ese tren.

El viaje será largo
y si quiero llegar,
a lo profundo del mar
o a lo infinito del cielo,
sabré que hay que aprender
en cada estación del tren,
lo pedregoso del camino.

Primera estación:
la lluvia, el fango
y un limonero
vestido de amarillo,
escondido del silencio.

Detrás de su tronco,
como paisaje del cielo,
mil hombres labrando
las haciendas de mi tierra,
alabanzas de manos blandas
de campesinos labriegos.

En la siguiente estación
me pilló la noche
dibujada en un cerro,
y vi almas que atraviezan
el camino del infierno.
Entrando en el abismo
vi mineros laboregos
arrebatándole a la noche,
el misterio de las sombras,
que es misterio de sus sueños.

Entrábamos cortorneando
por caminos de volcanes;
y culebreando por los valles
el cristal del agua iba
jugueteando por las viñas,
cantando a los trigales,
la canción de las estrellas
aprendida en las montañas,
en lo alto de sus cimas.

De pronto el sueño tibio
de parajes azulados
tornóse bestial y frío
y me desperté sobresaltado.

En una esquina del paisaje
la miseria así surgía;
la acuarela de la vida
parecía haberse olvidado
de pintar los niños pobres
"panzas con gusanos"
con cabellos de colores.

Y vi, sus madres trabajando
por míseros centavos
y sus padres embriagados
por el vino y con ese alcohol
que va robando silencioso,
la razón a la vida y,
a la vida, el corazón.

Ya en un pueblo más lejano
muy cerquita de la aurora
mariposas en las fiestas
de nocturnas madrugadas
iban recogiendo limosnas
a cambio de festivos amores;
amores tan extrañamente dulces,
que pudieron ser de flores.

A pesar de tan cruento panorama,
no quise detener el tren
si es necesario aprender
lo que es real en esta vida,
y asombrado miré con miedo,
asomado a indolente ventana,
el llanto de niños tristes,
de niños abandonados,
cacareando mercancías
sonrientes y con frío.

La tristeza me empujaba
al último vagón del tren
y mientras éste volvía,
con mi cabeza cogida
y el alma triturada
yo mirando esas líneas
creí leer mi propio libro de vida,
vida, que fue menester un día,
abandonara, montado en este tren,

Cuando se detuvo el tren,
de aquella primera estación
en número de tres, allí en el andén
mis hijos esperaban.
Me abracé a ellos y estrechándoles contra mí
a Cecilia, le conté: lo empinado de los cerros;
A Claudio le relaté: el fuego de los volcanes;
a Jimi regalé una historia
de frutas, de agua, de trigo y de flores
y no quise contarles más
por temor de que algún día
le tomen miedo al camino y
no quieran subirse al tren.